Nuestros cuerpos tienen zonas neutras y zonas muy sensibles, las zonas
erógenas. Lugares especiales donde las caricias producen sensaciones únicas.
No se trata de puntos arbitrarios: coinciden con aquéllos donde se concentra
gran cantidad de terminaciones nerviosas, lugares que responden ante una
estimulación adecuada y su inervación les concede una especial sensibilidad.
La punta de los pezones y el clítoris en la anatomía femenina y el pene e
incluso las tetillas en la masculina entran dentro de esa clasificación. Son
zonas aceptadas como eminentemente erógenas. Todos podemos enumerar también
las llamadas zonas secundarias, como el cuello, el centro de la espalda, las
orejas, la garganta, los labios, la parte anterior de las piernas, la cola.
¿Toda estimulación de los pechos femeninos será entonces placentera?. A
veces no. Una diferencia de milímetros, una presión excesiva, o simplemente
una falta de predisposición de la receptora, modifican la respuesta. Además
de las terminaciones nerviosas existentes e iguales para todos, está la
historia individual de las zonas erógenas, un descubrimiento necesario que
cada amante debe realizar sobre el mapa de su compañero/a. Una travesía a
veces por caminos cerrados o dormidos, que sólo una actitud exploradora
puede ir despertando, abriendo, como una forma de enriquecer la sensibilidad
y, por ende, la intensidad de la acción.
La piel mantiene registros de contactos y caricias con las personas que
alguna vez nos quisieron, que nos hicieron sentir bien. Si alguien las
repite podemos sentirnos amadas nuevamente. También puede suceder al revés:
que quien repita los gestos de otro - ese otro privilegiado en el recuerdo -
aparezca como un intruso.
A todas nos sucede esto. Cada una de nosotras, inclusive sin saberlo,
llevamos una red en la que cada nudo es un punto sensitivo y cuyo diagrama
está siempre sin terminar. Encontrar ese recorrido y continuarlo requiere de
nuestra disposición a dejar correr la imaginación del otro. También necesita
de nuestra atención para atrapar las sensaciones que puedan brindarnos sus
gestos y actos.
¿Se localizan en partes específicas los impulsos ardientes que nos
desatan algunas personas? Recuerdo y supongo que todas debemos recordar que
alguna vez alguien nos provocó una corriente tórrida, quemante e
incontenible por todo el cuerpo. Sin poder definir exactamente por qué ni
poder localizarlo en alguna parte en especial, todo nuestro ser respiró con
otro ritmo y se dejó invadir por una sensualidad arrolladora.
No todos los días se alcanzan esas temperaturas ni todos nuestros
compañeros son capaces de volver a encender esos estados. Tampoco se pueden
obtener por vías mecanicistas, rutinarias, encuentros sin imaginación y
hasta diría desapasionados.
La búsqueda de la sensación perdida puede iniciarse prácticamente por
cualquier parte del cuerpo. Pies, párpados, brazos antepiernas, la nuca, el
pelo y todo el resto de la superficie corporal están a la espera de ser
visitados.
En verdad, todo el guante de piel que nos envasa es nuestro gran órgano
sexual y puede servirnos para acceder a estos contactos cercanos con seres
queridos. De piel a piel fue el contacto con nuestras madres. Si la piel
tiene un lenguaje, este es el de la ternura sensual. Este fue el motivo por
el cual generaciones de culturas oscurantistas hicieron de ella un tabú,
condenando a la sexualidad a los limites de la genitalidad.
El contacto y la estimulación de la piel es uno de los mayores
componentes de la actividad sexual. Ella no sólo siente cuando la tocan:
también percibe lenguajes de temperaturas, texturas, tersuras y vibraciones
que ofician de disparador para la más variada gama de sensaciones sexuales.
Aunque no seamos conscientes de ello, cuando dos cuerpos se entrecruzan, el
olor, el tacto, la compatibilidad de nuestras pieles son quienes determinan
la atracción o el rechazo más que cualquier otro elemento.
Reconociendo el territorio
La existencia de lugares erógenos en todas las áreas del cuerpo es
inagotable. En cada persona obedecen a un recorrido especial y distinto, no
determinado por la presencia de tejidos mas sensitivos o por la mayor
cantidad de corpúsculos sensibles al tacto, sino muchas veces por los
recuerdos guardados en esos lugares. Un hombre abraza a su mujer, comienza
lentamente a acariciarle la espalda, los brazos. Es un gesto que en sí puede
no ser erótico. A ella le produce ondas de relajación, de abandono, deseos
de sentirse mimada, cuidada. No sabe por qué, ni siquiera es preciso que lo
sepa. Importa que ella se abrió al afecto y al goce, que la simple mano
recorriendo la espalda los llevó a una escena de progresivo erotismo. Sin
buscarla especialmente.
No es necesario, por supuesto, investigar la historia secreta de cada
parte de nuestro cuerpo. Sí, imprescindible, saber que ninguna fórmula será
infalible ni ningún experto podrá enseñarnos las claves. El aprendizaje pasa
por el reconocimiento.
Ante tanta y tan sutil variedad de respuestas, acomete el miedo de que
algunos territorios sean tan maravillosos como inaccesibles. No es para
intranquilizarse: son tan accesibles como inagotables.
Las claves aparecen en las manos, a flor de piel, cuando aceptamos
presentarnos verdaderamente desvestidos, desprotegidos, confiados en que
nada de cuanto el cuerpo de la otra persona puede practicar sobre el nuestro
vulnerara la entrega. Hay zonas del cuerpo que desean ser indagadas y
descubiertas y si estamos alertas tendremos indicadores que nos dirán cuáles
son.