Garante de la libertad individual, el Estado revolucionario
francés instituyó el divorcio, consecuencia lógica de considerar el matrimonio
un contrato civil.
Con este movimiento, los republicanos lograban desplazar a la Iglesia de su
control sobre la familia, haciendo del Estado la autoridad final que regulaba y
se imponía sobre el ámbito familiar.
La ley del divorcio se promulgó en 1792 concedía siete motivos para poder
divorciarse. Siguiendo el excelente trabajo de Hunt sobre la vida privada
durante la Revolución francesa, publicado en el volumen dirigido por Ariès y
Duby la "Historia de la vida privada", los motivos podían ser "la demencia; la
condenación de uno de los cónyuges a penas aflictivas e infamantes; los
crímenes, sevicias o lesiones graves de uno de ellos hacia el otro; la conducta
pública desordenada; el abandono al menos durante dos años; la ausencia sin
noticias por lo menos durante cinco años; la emigración". Bajo una de estas
condiciones se concedía el divorcio de manera inmediata.
También era posible que una pareja acordase divorciarse por "incompatibilidad de
carácter", tras un plazo máximo de cuatro meses y tras un periodo de seis meses
en el que se intentaba la reconciliación.Tras un divorcio, el Estado imponía un
tiempo de espera de un año para poder contraer de nuevo matrimonio, con lo que
intentaba imponer un cierto orden que evitase los excesos de la liberalidad.
El divorcio era considerado un derecho universal, pudiendo acceder a él tanto
hombres como mujeres. Su bajo costo le hacía también accesible a todos los
grupos sociales.
Posteriormente, tras el frenesí revolucionario, la corriente autoritaria
impuesta por Napoleón tendió a primar los derechos del padre sobre los de los
demás miembros de la unidad familiar. Así, hombre y mujer perdieron su igualdad
ante la ley, y esto se plasmó en el caso del divorcio con que un hombre podía
solicitar el divorcio alegando adulterio por parte de su mujer pero, en caso
contrario, la esposa sólo podía solicitarlo si el marido había llevado al hogar
común a una concubina.
Igualmente, la legislación discriminaba a ambos cónyuges en caso de adulterio:
la mujer era condenada a dos años de prisión mientras que el marido era
absuelto.
La intervención del Estado napoleónico sobre el divorcio se hizo para primar la
estructura familiar por encima de la libertad individual. Así, si bien se
mantuvo el divorcio, se hicieron más duras las condiciones para su concesión,
siendo necesario que el hombre tuviera un mínimo de veinticinco años; la mujer
entre veintiuno y cuarenta y cinco; el permiso de los padres y una duración de
la unión conyugal de entre dos y veinte años.